Una vez, hace ya muchos años, acaso sería en 1975, me disfracé de momia. Creo que la Mariaje Valenzuela se disfrazó de Morticia (por cierto, se veía bellísima), el Mingo Bracamontes la hizo de vampiro y el “Moscorrón” Mendívil se vistió de Frankestein.
Fue en un Baile de Brujas, que así se llamaba la celebración, porque no sabíamos que existía el Halloween.
Estudiábamos (si aquello era estudiar) en la preparatoria que la Universidad de Sonora tenía en Navojoa, la EPURS, y motivos no faltaban para que nos anduviéramos disfrazando de cualquier persona, animal o cosa, pero esa noche en particular fue memorable. Al menos para mí.
Y es que andar vestido de momia no es cualquier asunto peregrino.
Yo no sé si para una mujer el hecho de que la disfracen de momia no le afecte los sentidos, pero para un varón bien nacido, como yo, el hecho de que le enreden cientos de metros de venda por todo el cuerpo no deja de ser molesto, sobre todo en ciertas regiones que tienen que ver con el aparato reproductor de discos compactos, porque con las apreturas siente uno que se asfixia, y con el zangoloteo del baile, pues el animal aquel se vuelve un hermanito siamés.
No puedo decir que Tutankamen sufrió lo que yo sufrí aquella noche, pues el Rey Sol ya estaba occiso cuando lo momificaron. Podrían, incluso, haberle introducido rollos enteros de gasa por todos los orificios corporales y no hubiera habido problema: Ya el gozo se había ido al pozo, como mencionan los expertos en la fraseología cotidiana.
Además, y esto es muy serio, según estudios recientes, entre aquel faraón y este modesto ciudadano, había algunas pulgadas de diferencia a favor de la canalla que soy. Así que entre aquel muerto acotado que reinó Egipto y este vivo bastante silvestrón que respira en Hermosillo, no hay punto de comparación, a no ser la simple eventualidad de haberse vestido alguna vez de momia.
No es por querer picarla de maldito, pero en aquel entonces yo usaba camisetas talla M, y en pantalones, 28 de cintura (los fondillos del pantalón, por cierto, me quedaban un tanto ajustados por la espesura del monte).
Calzábamos tenis Superfaro cuando los tiempos estaban marcados por la ruina (que era casi siempre), pero “cuando las nubes agarraban agua”, como se decía entonces, nos hacíamos de zapatillas Converse anaranjadas que nos traían desde, en ese entonces, la lejana ciudad de Nogales.
Cuando uno se disfraza de momia, debe de caminar apretadito apretadito, como si estuviera flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones; es decir, sufriendo los estragos de la diarrea. Por eso se dan pasos cortos y, de preferencia, bien calculados, porque no es cosa sana engancharse en cualquier clavito o alambre mal colocado y dejar ahí enredado el vendamen y quedarse semidesnudo y en lo oscuro.
Porque, debe Usted saber, estimado Lector, que uno, para vestirse de momia, no debe traer más que la truza marca Zaga (o Rimbros, pues) sobre la piel y debajo de la venda. Es todo, que no es mucho, por cierto.
Por lo demás, el cuero debe estar dispuesto a que le ahorquen hasta los vasos capilares con la venda o los jirones de tela (sábanas de hotel, de preferencia, porque ya de suyo traen un olor de naftalina y un color a antiguo que da miedo: algo así como encontrarse de frente y en ayunas al legendario fantasma del “Soldado Bichi”, que se aparece en un rincón de una oficina de gobierno de cuyo nombre no puedo acordarme) que manos amables han de enredar con una paciencia de monje tibetano uña por uña, dedo por dedo, extremidad por extremidad, nalga por nalga y demás pedazos del cuerpo que el estudio de la anatomía nos ilustraría mejor... Y, si no es mucho pedir, con humanidades como la de JLo... ¡qué tontito, no!
En fin, esta historia de momias me vino a la mente porque acabo de leer un texto que me recordó el extraño caso de los videos que manos anónimas filtraron diligentemente a Televisa para ventanear (que en el caso del “Canal de las Estrellas” sería propiamente “orejear”) a ciertos personajes de la política nacional ligados a Andrés Manuel López Obrador. Eso mismo provocó muchos mexicanos que por ese entonces tenían chamba de políticos de primer nivel anduvieran cuidando sus pasos como si estuvieran vendados.
Sí, así como si anduvieran disfrazados de momias, que en más de un sentido realmente sí andaban vestidos de momia, y algunos inclusive ya habían sido momificados en sus puestos, como los líderes vitalicios de los sectores del PRI y ciertos individuos que durante un periodo son diputados locales, después son diputados federales, luego son senadores, después son presidentes municipales, luego son asambleístas y así per secula seculorum aunque se oiga feo... Como si fueran faraones. Ni más ni menos.
Si en ese entonces hubiéramos tenido la oportunidad de fijarnos bien en los rostros de la mayoría de los políticos, de seguro que habríamos visto a muchos con cara de diarrea, a otros que le ponían más atención a los pasos que daban y olvidaban los muchos que dieron ante las cámaras ocultas, y los menos, como el tristemente célebre Carlos Imaz, sacaban a relucir todo el cinismo de debajo del vendaje de momia para aceptar que sí hicieron lo que dicen que hicieron, pero que en realidad era una cosa buena que hicieron parecer mala. O algo así.
Y ese era el argumento de todos aquellos que se creían descendientes de los dioses y que nadie los podía videofilmar ni con el pétalo de una Sony. Me imagino que los faraones han de haber pensado lo mismo, pero sin videos de por medio.
Por mi parte, más de treinta años después, tengo que aceptar que de aquella momia cachonda que fui a este tótem estilo Botero que soy hay una enorme diferencia que no sólo puede advertirse en los kilos de más, también en esa falta de interés por volver a vestirme de momia: Como dije, ya muchos políticos, sobre todo después de que los videos florecieron como plagas gastaron absurdamente mi viejo y cachondo personaje, y lo empobrecieron absurdamente.
Sí, al igual que la práctica política del México moderno. Ni más ni menos...
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