Yo nací en Hermosillo, Sonora, en enero de 1958; es decir, soy un individuo medio ruco, medio joven y medio viejo... yviceversa.
Hace 51 años, cuando nací, Hermosillo era parte de México, y lo sigue siendo. Luego entonces, soy y me considero tan mexicano como alguien nacido en el barrio bravo de Tepito o en Guadalajara o en Puebla.
Soy tan mexicano como los nopales y la salsa casera Herdez. Me apasionan los tacos y el pozole, y de vez en cuando suelo perderme por los festivos vericuetos de un par de tequilas con sangrita Viuda de Romero, que anticipan una cruda inolvidable.
La banda sinaloense me obnubila los sentidos como patada de mula directito al cerebro (o a lo que queda de él), y la noche del 15 de septiembre, nomás para armar relajo, mi alma se viste de charro, con espuelas de plata y todo, y se sube al Cerro de la Campana a gritar urbi et orbi la hidalguística arenga del Padre de la Patria: “¡Viva México, cabrones!”.
Tengo, como buen mexicano, muchas y diversas maneras de manifestar mi cariño a México, dependiendo de la luna, del ánimo que prevalezca en el ambiente o del pie con el que me levante: desde el apasionado arrebato que me inspira la bandera tricolor ondeando a toda esperanza, hasta el sollozo desencantado que me provocan largos pasajes de nuestra historia nacional, pasando por la asombrosa resistencia de los aztecas, la epopeya de los llamados “Niños héroes” y las regularizaciones de carros de (dudosa) procedencia extranjera. Pero ninguna de mis maneras de querer a México contempla corear los goles de la selección nacional.
No entiendo que un pasatiempo que dura dos horas provoque pasiones irrefrenables que genera torbellinos de furia inaudita cuando un equipo disfrazado de verde, blanco y rojo pierde en penales ante contrarios que se divierten pateando un balón que a nadie pertenece; ni me parece lógico que miles de personas se aglutinen en el Ángel de la Independencia (o cientos en el Hermosillo Flash) para festejar victorias fútiles que no llevan a ningún lado a la patria.
Me parece irracional elevar a calidad de héroes a un puñado de individuos que han dedicado su vida entera a preparar el cuerpo para meter goles u obstruir el paso de los adversarios de la peor manera.
Entiendo que el Ángel de la Independencia debería de llenarse de gente en mejores y más trascendentales ocasiones para la nación, pero no: no sucedió cuando Octavio Paz ganó el Premio Nobel de Literatura ni cuando Mario Molina obtuvo el de Química ni cuando Rodolfo Neri Vela regresó del espacio sideral.
Acaso nuestra mexicanidad guarde en el fondo ese rasgo que nos caracteriza ante el mundo entero como ignorantes, así que no hay razón para desgarrarnos las vestiduras al afirmar con agria pena que somos un pueblo inculto; lo que es peor: inculto y futbolero.
Por eso no entiendo cómo es posible que haya personas que se pongan una barata camiseta verde y se sienten frente al televisor a ver y escuchar los gritos enajenados de los cronistas defendiendo a los jugadores de una selección que llaman “nuestra” pero que en realidad pertenece a las televisoras y a una marca de celulares.
Y menos entiendo que en un país como México, donde más de la mitad de la población vive en la miseria, haya gente que babea su etílico nacionalismo frente a la pantalla dominical y festeje los lances de un puñado de individuos seleccionados que cada mes se embolsan más de 200 mil dólares nomás por patear un balón.
Ni lo entiendo ni lo festejo, acaso porque mi manera de querer a México va más allá de la inmediatez que nos marcan las falsas celebraciones de nada...
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